Francisco VI, duque de La Rochefoucauld (París, 1613–1680) fue un escritor, aristócrata y militar francés, conocido, sobre todo, por sus Máximas. A pesar de su cuna aristocrática, a los 16 años abandonó sus estudios para alistarse en la armada. Durante algunos años, participó en diferentes batallas militares en las que demostró una gran valentía, aunque nunca logró la consideración de sus capitanes. Empezó, entonces, a frecuentar el entorno de Marie de Rohan, lo cual le permitió ingresar en el círculo de la reina Ana de Austria, colaborando con ella en las numerosas intrigas llevadas a cabo contra el Cardenal Richelieu. Sin embargo éstas no tuvieron ningún éxito, lo cual le supuso ser desterrado en varias ocasiones; en 1637 fue encerrado en la Bastilla durante ocho días, después de lo cual tuvo que retirarse a los dominios de su padre. Fue el primero de varios sucesos intrigantes y conspiratorios en los que participó, siendo herido en la cabeza en cierto lance bélico que le obligó a permanecer algunos años retirado.
La Rochefoucauld aprovechó esta circunstancia para escribir sus Memorias, que fueron publicadas, clandestina y parcialmente, en 1662, en la ciudad de Bruselas. Su edición causó un tremendo revuelo y muchos de sus amigos se sintieron profundamente ofendidos por cuanto consideraban que afectaban a su reputación, aunque él se apresuró a negar que éstas fueran auténticas. Tres años más tarde publicó sus Reflexiones o sentencias y máximas morales, clásico de la aforística universal, que le situarían entre los más grandes escritores de la época. Poco después empezó su amistad con Madame La Fayette que duró hasta el fin de sus días.
Mantuvo un círculo de amigos fervientes, tanto en los salones como en la corte, y fue reconocido como un moralista y escritor claro y conciso, perfecto conocedor de la aristocracia francesa del siglo XVII. Como la mayor parte de sus contemporáneos, él consideraba la política como un juego de ajedrez, un teatro de máscaras en el que nadie se presenta tal y como es, pues el orgullo, la vanidad y el egoísmo presiden -en opinión del autor- las relaciones sociales. No existe apenas espacio en sus máximas para la bondad, la honradez o la generosidad; sin duda influido por sus propios fantasmas personales (fue, no lo olvidemos, un conspirador nato y un simulador genial), no admite en su estrechísimo mundo moral otro móvil que el de la codicia, el afán de imponerse y el deseo de medrar. Su lectura complace a los pesimistas y amargados en general, pero suele fatigar y aburrir a quienes buscan en el ser humano la polifonía de emociones que, sin duda, lo constituyen.
El Aforista selecciona un breve ramillete de las máximas de La Rochefoucauld donde el escritor deja bien claras las directrices de su pensamiento, las cuales se repiten de forma insistente a lo largo de su obra aforística; si estas que presentamos no resultan del agrado del lector, tampoco lo serán todas las demás.
Aquello que consideramos habitualmente como virtudes no es más que un conjunto de actos e intereses diversos que aciertan a ordenar nuestra industria o nuestra fortuna. En consecuencia, no siempre son el valor y la castidad lo que hace valientes a los hombres ni castas a las mujeres.
Nadie nos halagará nunca tanto como nuestro propio amor propio.
Por muchos descubrimientos que se hayan podido hacer en el país del amor propio, aún quedan muchas tierras por colonizar.
La duración de nuestras pasiones está al alcance de nuestra mano tanto como la de nuestra propia vida.
Con frecuencia la pasión transforma en loco al más cuerdo, y en cuerdo al más loco.
Las pasiones son los únicos oradores que siempre nos convencen. Son una especie de arte de la naturaleza cuyas reglas funcionan de un modo infalible, de modo que nos convence más un idiota apasionado que un sabio frío.
Las pasiones obedecen a un egoísmo y una arbitrariedad tales, que resulta desaconsejable dejarse llevar por ellas, hasta el punto de que debemoe recelar de ellas incluso en el caso en que se nos antojen perfectamente racionales.
El corazón humano secreta constantemente nuevas pasiones, de modo que cuando una decae siempre hay una nueva que la sustituye.
A menudo una pasión engendra a su contraria: la avaricia conduce al despilfarro, y el despilfarro a la avaricia. Así, con frecuencia nos mostramos fuertes por debilidad y osados por pura timidez.
Por mucho que nos esforcemos en ocultar nuestras pasiones tras una apariencias de piedad y de honor, nunca dejan de transparentarse a través de estos velos.
Nuestro amor propio soporta peor que nos censuren nuestros gustos que nuestras opiniones.
Las pasiones no son más que el nivel de calor o frío que nos corre por la sangre.
La clemencia de los príncipes no suele ser más que una estrategia política para ganarse el amor de los pueblos.
Cuando la suerte nos sonríe, mostrarse moderado responde a nuestro temor al ridículo que nos cubriría en caso de perder lo que acabamos 18. La moderación en la buena fortuna no es otra cosa que el temor de la vergüenza de que nos cubriría nuestro entonamiento, o el de perder lo que poseemos.
Todos tenemos suficientes fuerzas como para sufrir los males que padece un tercero.
La constancia de los sabios no es otra cosa que el arte de reprimir la agitación que rebulle dentro de sí mismos.
Los condenados al suplicio simulan a veces una constancia y un desprecio de la muerte, que en realidad no es otra cosa que miedo de afrontrarla. Se puede decir que este desprecio y esta constancia son, para su espíritu, lo que la venda para sus ojos.
La filosofía se impone con facilidad sobre los males pasados y futuros, pero con dificultad sobre los presentes.
Si afrontamos la muerte no es por decisión o por conocimiento, sino por estupidez y por costumbre. La mayoría de los hombres muere porque no le queda más remedio.
Cuando los hombres célebres se dejan abatir por la perseverancia de sus desgracias, hacen ver que los sufrían por la fuerza de su ambición, y no por la de su alma; y que, en lugar de hombres dotados una gran vanidad, los héroes son personas como las demás.
Se necesita una virtud muy superior para soportar la buena suerte que la mala fortuna.
Ni el sol ni la muerte se dejan mirar directamente.
Aunque solemos vanagloriarnos de nuestras pasiones, incluso de las más bajas, nunca osaremos confesar que sentimos envidia, esa pasión cobarde y vergonzosa.
Los celos son justos y razonables, pues se dirigen a conservar un bien que nos pertenece, o al que creemos pertenecer; sin embargo, la envidia es un furor ilícito, pues consiste en no poder sufrir el bien ajeno.
Nuestras aptitudes nos reportan mayores odios e inquinas que el daño que procuramos a los demás.
Todos imputamos a los demás errores que cometemos nosotros.
Tenemos más fuerza que voluntad; pero, para disculparnos ante nosotros mismos, preferimos imaginar que las cosas son imposibles.
Si no tuviéramos defectos, no nos complaceríamos tanto en notar los de los otros.
Los celos se alimentan de la duda: en cuanto pasamos de la duda a la evidencia, se esfuman.
Si no tuviéramos orgullo propio, no nos quejaríamos del ajeno.
Prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores.
El interés habla todos los idiomas y representa todos los papeles, incluso el del desinteresado.
La felicidad está en el gusto que halla uno en las cosas, y no en las cosas mismas. Así pues, feliz se siente uno cuando posee aquello que ama, y no cuando tiene lo que es amable para los demás.
En vano nos esforzamos en buscar fuera de nosotros el reposo que no hallamos dentro de nosotros mismos.
Nada debería disminuir en mayor medida la satisfacción que sentimos respecto a nosotros mismos que el constatar que en una época de nuestra vida desaprobamos lo que aprobamos en otra.
No hay accidentes, por fatales que sean, de que los que los sabios no extraigan alguna ventaja ni accidentes tan prósperos que los imprudentes no puedan volver en su propio perjuicio.
La sinceridad es una virtud que muy pocos atesoran, siendo la que se muestra habitualmente un simulacro para ganarnos la confianza de los demás.
Amiel, el orgullo del desánimo
Compuesto por más de diecisiete mil páginas en doce volúmenes, el Diario íntimo de Amiel, escrito entre 1839 y 1881, fue publicado sólo póstumamente en un epítome de quinientas páginas y dos volúmenes por su amigo Edmond Schérer (1884). El autor había empezado a escribirlo atormentado "por la eterna desproporción entre la vida soñada y la vida real" y armado de un bisturí crítico despiadado, que ejerció con la obsesión de conocerse a sí mismo hasta el masoquismo. El Aforista publica una brevísima muestra del riquísimo cuaderno íntimo de Amiel.
Lichtenberg: esquivar los golpes
Los cuadernos de Lichtenberg no estaban destinados a la publicación, incluso no la conocieron hasta la muerte del autor. Ello les da un aire informal y desenfadado muy del gusto de nuestros tiempos, rápidos e intuitivos. Se trata de una miscelánea de reflexiones agudas, perspicaces, serenas y al mismo tiempo divertidas, cargadas de simpatía y vivacidad, acerca de variadísimas temáticas: el cuerpo, el amor, la sexualidad, los sueños, la soledad, el lenguaje, la religión, la muerte, el mundo de los libros, la ciencia, la filosofía o la situación política del momento.
Contra el racionalismo de su época Blaise Pascal repudia cualquier principio metódico y, mucho más aún, denuncia la insuficiencia de la razón como criterio. Si los matemáticos pretenden racionalizar el mundo, él reivindica un «orden de la caridad, no de la inteligencia» cuyo núcleo «consiste principalmente en la digresión». El estilo de escritura de Pascal abrió nuevos caminos expresivos para los literatos franceses, preludiando la edad de oro del género breve de la mano de La Rochefoucauld, Chamfort y Joubert.
Joseph Joubert: un espíritu ligero
De todos los moralistas clásicos franceses, puede que Joseph Joubert sea uno de los más ricos, profundos y matizados. Sin perder un ápice de la implacable lucidez que caracteriza a La Rochefoucauld, le supera con creces por su empatía humana, su tierna comprensión de las debilidades comunes. Irónico como Chamfort, se resiste en cambio a expresarse de forma ácida, decantándose más bien por una expresividad tenue, elusiva y vaporosa.
Chamfort: el valor de no aprender
La obra de Chamfort más célebre fue publicada en 1795 por su amigo Pierre Louis Guinguené, a partir de las notas manuscritas que el autor había dejado agrupadas en dos secciones, Maximes et Pensées y Caractères et Anecdotes, las cuales tenía pensadas publicar en un volumen titulado Produits de la civilisation perfectionnée (Productos de la civilización perfeccionada). El Aforista publica una brevísima selección de las máximas y pensamientos de Chamfort, como invitación a profundizar en el conocimiento de uno de los moralistas más agudos y profundos en su género
Vauvenargues: la virtud de la indulgencia
Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues, nació en 1715 en Aix-en-Provence y murió en París, en 1747. Tras un tiempo de servicio en el ejército francés, se dedicó en exclusiva al pensamiento y la escritura, siendo su obra más destacada el tratado titulado Introducción al conocimiento del espíritu humano, seguida de Reflexiones y máximas (1746). De sus sentencias se realizaron varias ediciones, con distinto contenido, de manera que en la actualidad se dan a conocer agrupadas en tres secciones: publicadas, póstumas y suprimidas, esto es, que no aparecen en todas las ediciones. En total, suman 945, oscilando entre la máxima clásica, breve y concisa, y la reflexión más o menos extensa y sintácticamente trabada.