Javier Recas.- El aforismo es un género de naturaleza difusa. Su huidiza definición, su difícil delimitación frente otras paremias, su imprecisa frontera frente a otros géneros de literatura breve,... Todo parece colaborar en el dibujo de una silueta borrosa. Por si fuera poco, esta impresión se acrecienta si consideramos su intrínseco carácter filosófico y poético.
En el auténtico aforismo hay algo de la calidez del verso y de la frialdad del concepto, del brillo de aquel y del rigor de este, de la fuerza alusiva del primero y del sentido referencial del segundo. Esto no es algo nuevo, desde los inicios de nuestra cultura occidental los presocráticos cultivaron esta simbiosis filosófico-poética. No tardaría, sin embargo, en cambiar la coyuntura. La forma sentenciosa, dominante en las antiguas máximas morales, políticas, jurídicas, médicas… concedió clara preponderancia a lo conceptual, al fin y al cabo, se sustentaba en una concepción objetivista de la verdad y el bien. Así permaneció durante largos siglos.
Pero esto ha cambiado en el aforismo moderno. La fusión de lo filosófico y lo poético, de lo conceptual y lo expresivo, se ha convertido en un tándem de mutua complicidad, confiriendo al aforismo una nueva tonalidad en la que es patente el peso de lo metafórico. Fue un proceso iniciado en el siglo XVII en el que el aforismo ha ido forjando su propia identidad y su conciencia de género, filosófica y literariamente relevante, tal y como hoy lo conocemos. Detrás de este viraje metafórico del aforismo que condujo a su actual mestizaje, hay una serie de circunstancias que fueron asimiladas por el género e incorporadas progresivamente hasta convertirse ya en rasgos plenamente característicos.
Sin ánimo de ser exhaustivo, el primer rasgo con el que nos topamos en el aforismo moderno es su carácter subjetivo, convertido hoy, tal vez, en su signo de identidad más evidente. Frente a las sentencias clásicas y también frente a las máximas moralistas del XVIII, el aforismo huyó de la intemporalidad e impersonalidad. Lichtenberg fue, en estos comienzos del aforismo moderno, el gran referente. Un antecedente de lujo de lo que luego sería moneda común: la apertura del aforismo a formas netamente subjetivas como la mera opinión, el consejo, la duda, la anécdota, la observación puntual, la pregunta,... En coherencia con ello, el aforismo se vio empujado al terreno de lo provisional, lo emotivo, lo incidental, lo intuitivo,…El advenimiento de las vanguardias, con su exaltación de la libertad creadora y su componente lúdico, no harán sino consolidar esta tendencia. Un sesgo que el movimiento posmoderno dará incluso un nuevo impulso con su reivindicación del valor de la multiplicidad, lo efímero, la fragmentariedad o la digresión.
Este fértil maridaje de filosofía y poesía del que emergió el aforismo moderno, tiene otro importante elemento favorecedor en el contexto filosófico emergente desde finales del XIX. La esperanza de un sistema omnicomprensivo del mundo, incluso el deseo mismo de alcanzarlo, se fue poco a poco quebrando. La era de las grandes catedrales filosóficas se fue quedando atrás, y con ella, las pretensiones de una verdad con mayúsculas. La verdad como perspectiva comenzó a aflorar por doquier en formas filosóficas muy distintas (historicismo, vitalismo, hermenéutica,…), y todas ellas subrayaban el carácter inexorablemente limitado, relativo y circunstancial del conocimiento y, en coherencia, la fragmentariedad del objeto del mismo.
La quiebra de la concepción tradicional de la verdad, fundada en el desengaño del anhelo de totalidad, en la ilusión de una pura objetividad, en la percepción de la sequedad de la lógica, abrió las puertas a la reivindicación del valor del aforismo como instrumento al servicio de una verdad fragmentaria. Una verdad de gran calado, pese a su sencillez, de largo recorrido, pese a su brevedad. Los grandes aforistas tienen una vocación antidiscursiva, rupturistas de las formas tradicionales de pensamiento, siempre propensos a valorar la intuición, la estrategia divergente, la creatividad expresiva, rasgos todos ellos que están en la poesía. Nietzsche fue el primero que se tomo verdaderamente en serio una concepción filosófica asistemática y desfundante, y, por ello, no fue casual su apertura a la forma poética, ni casual su fortuito su compromiso con el aforismo.
Si el aforismo tuvo siempre un evidente arraigo filosófico, por más que se le considerara el hermano pobre de la gran tradición sistemática, su evolución moderna ha hecho salir a flote sus innegables semejanzas con la poesía. Ambas formas se nutren del esmero en la palabra, del anhelo de ritmo y fuerza seductora, de una voluntad estética más que científica, de su conciencia de vivir de esa magia de la palabra sutil y frágil frente a la robustez de la lógica discursiva. Tanto una como la otra, además, son formas terapéuticas, que sirven con frecuencia de bálsamo ante desdichas y tribulaciones. Ya escribió Joseph Joubert hace más de dos siglos que “los aforismos son la clave para salir del laberinto, la brújula durante la noche”. Al aforismo y la poesía les hermana también su índole vocacional, surgidos de la inspiración más que de la erudición. Es por ello que tanto aforistas como poetas han escrito, generalmente, para sí mismos antes que buscando el eco de los círculos académicos. Muchos de los grandes aforistas escribieron esas perlas de sabiduría concentrada que hoy admiramos, en la privacidad de sus humildes cuadernos de apuntes, diarios o notas, (Marco Aurelio, Lichtenberg, Chamfort, Renard…)
En esta mixtura filosófico-poética que constituye el aforismo se encuentran en perfecta sintonía los dos impulsos primigenios del hombre, que, sin embargo, solemos disociar, cuando no relegar, cuando abandonamos la infancia. El aforista, como el poeta, mantiene intacta la mirada del niño. “Los poetas son como niños: sentados ante el escritorio no llegan con los pies al suelo” (Stanislaw J. Lec). Para María Zambrano, efectivamente, el filósofo y el poeta constituían las dos mitades del hombre, en ninguna de las cuales, separadamente, puede saciar sus necesidades. Por un lado, la fuerza de la imaginación, del instante, de la espontaneidad, llenan el mundo de metáforas, símbolos e imágenes. Por otro lado, el impulso reflexivo que busca respuestas, que indaga en lo que subyace tras aquello que fluye. El aforismo surge de unir ambas fuerzas, de la convicción de que las imágenes albergan pensamiento, tanto como a la inversa, de que en toda reflexión anida una imagen. “Las ideas también tienen su paisaje”, escribió Juan Ramón Jiménez.
Frente a las semejanzas, sin embargo, aflora en el aforismo una diferencia fundamental con la poesía: mientras que esta fluye, aquel es un bloque compacto, un “monolito poético”, como dijo Cristobal Serra. Los aforismos son piedras de aristas cortantes que nos incomodan porque nos remueven e interpelan. En esta solidez que nos golpea reside su núcleo filosófico, del que todo genuino aforismo no puede prescindir. José Bergamín los llamaba “ideas libre”. Relámpagos de sentido que corren desbordando lo familiar y cotidiano, cuestionando lo obvio.
La simbiosis de filosofía y poesía, hoy perfectamente respetable (salvo en ciertos reductos), ha sido un alumbramiento verdaderamente costoso.
En la famosa alegoría de la caverna en su República, Platón expone lo que percibe como un conflicto originario entre dos formas irreconciliables de aprehender la realidad: la seducción por las apariencias, frente a la búsqueda del más allá. Esta dicotomía marcará la trayectoria de la cultura occidental, separando radicalmente dos mundos y, en lo que nos atañe, también filosofía y poesía. Aunque ambos, filósofo y poeta, parten igualmente de la admiración, del asombro ante lo real, sus actitudes serán muy distintas. El primero huirá de lo que considera falsa realidad para indagar lo que las apariencias esconden, algo que solo con rigor y método es posible alcanzar. El poeta no hará esa distinción, no duplicará la realidad porque es incapaz de distinguir el ser de la apariencia, el ser del no-ser. La realidad del poeta es la que tiene ante sus ojos, pero también la que se muestra en sus sueños, para dibujar un mundo abierto de infinitos sentidos donde cabe lo real y lo imaginario. Pessoa pensaba que la poesía era una forma privilegiada, quizás la única, de hablar de ese carácter irreal de lo real, de lo que el llamaba: “La divina irrealidad de las cosas”.
Ambas formas de logos caminarían por separado largos siglos. Tan solo por breve tiempo, y en fugaces momentos, se les vio caminar juntas. Uno de ellos, el más relevante, aconteció en el siglo XIX, durante el romanticismo. En él -escribe Zambrano- “poesía y filosofía se abrazan, llegando a fundirse en algunos momentos con una furia apasionada; como amantes separados largo tiempo y que en su encuentro presienten que su unión no será duradera, se funden con la pasión que precede a la muerte”
Poetas como Victor Hugo, Novalis o Hölderlin se embriagaron con el sueño de palpar lo absoluto, de acceder al promontorio de los dioses y obtener allí una trascendental revelación. Era el triunfo de la clarividencia sobre la razón, que Hölderlin supo condensar en este bello aforismo: “El hombre cuando sueña es un dios pero un mendigo cuando reflexiona.” A su vez Novalis escribió: “La poesía cura las heridas que causa el entendimiento”. Filósofos como Schelling convirtieron al arte en el medio privilegiado del conocimiento de lo absoluto. El acto de creación artística, ya muy lejos del moldeador platónico de sombras, es ahora, por el contrario, la revelación de la verdad más auténtica, originaria e inefable. Pero no se tardaría en volver a caminar por separado. Baudelaire y Kierkegaard protagonizaron el regreso, uno desde la poesía y otro desde la filosofía. Ya nada, sin embargo, volverá a ser igual. Quedó para siempre su conquistada libertad creadora y la inevitable necesidad de afrontar, cada uno a su manera, la angustia de querer elevarse por encima de uno mismo. Nietzsche fue uno de los pocos que percibió como imprescindible mantener unida reflexión y poesía, lo conceptual y lo metafórico, en una sola forma expresiva; no en vano, los conceptos no eran para él otra cosa que metáforas olvidadas. El aforismo le vino a la mano e hizo de él su aliado en el heroico proyecto de imputación a la cultura occidental.
Hablar del carácter poético del aforismo puede resultar ambiguo. Y ello, en gran medida, porque es posible hacerlo desde tres perspectivas diferentes: la primera, a la que hemos dedicado algunas líneas, indaga en los rasgos que esencialmente comparte el aforismo con la poesía (ritmo, precisión, seducción,...); la segunda, se refiere al tipo de aforismo que se sirve de un lenguaje poético, metafórico. Sin entrar aquí en esta cuestión, recordar tan sólo que aún en este marco de mestizaje filosófico-poético del aforismo, hay un abanico de perspectivas que acentúan lo conceptual o lo metafórico. La dosis de ambos elementos, el desplazamiento del centro de gravedad hacia uno u otro foco, determina el tono del aforismo. Finalmente, una tercera perspectiva considera que el aforismo es, en sí mismo, una forma poiética de reflexión, es decir, creadora de sentidos. Unas breves líneas sobre esta última cuestión.
Para Heidegger, la auténtica filosofía y la verdadera poesía no son sino formas originarias de un pensar que busca desvelar el auténtico ser de las cosas sin violentarlo, tan solo mostrándolo, frente a la razón calculadora y aseguradora. Mostrarlo mediante la palabra que da sentido al mundo, solo en ella puede darse la presencia como presencia, desvelarse el ser del ente. “La realidad de verdad del hombre -escribió Heidegger- es, en su fondo, «poética»”. En un sentido profundo, la poesía, o habría que decir mejor, el pensamiento poético, es una forma de conocimiento, un modo de “estar a la escucha” del ser. Ese pensamiento poético, ese logos meditativo del que habla Heidegger, no solo precede y va más allá de la lógica y la razón instrumental sino también de lo que comúnmente entendemos por poesía, como género literario. Este es el sentido profundo del carácter poético (poiético) del aforismo y la fuente que comparte con la poesía. Esta con su cadencioso fluir, aquel con su fulgurante solidez.
Los aforistas que se ocupan de Dios
Una somera lectura de los libros publicados en España en los últimos años, y ciñéndonos exclusivamente al siglo XXI, nos permite afirmar, de manera taxativa, que los aforistas españoles vivos, contra la impresión apresurada, sí se ocupan de Dios. A propósito de la publicación de la antología Las cosas que no son. Los aforistas y Dios por parte de Libros al Albur, reunimos un puñado de aforismos sobre Dios escritos por Juan Kruz, José Luis García Martín, Gregorio Luri o Jesús Cotta, entre muchos otros.
Cioran: la pausa del espíritu
Émil Cioran fue uno de los escritores más personalmente antihumanistas del s. XX. Nacido en Rumanía, hijo -como Nietzsche- de un pastor, recaló en París hasta su muerte, renegando de todos los rebaños. Sus libros, justamente célebres por su pesimista visión de la existencia, poseen una bella melancolía que los salva de la insulsa salmodia quejica. En ellos, además, encontramos muchos de los aforismos más redondos de la filosofía reciente; herederos, en parte, de los del Schopenhauer de Parerga y Paralipomena, así como de los textos breves de Lichtenberg y Kierkegaard, abordan de manera acerada y cruel algunos de los temas lacerantes de nuestra condición humana: la plenitud imposible, la muerte, el fracaso, la historia y sus pesos, la poesía y sus contrapesos... En El Aforista nos hacemos eco de algunos de los reunidos en El ocaso del pensamiento (1940), uno de sus títulos formalmente más equilibrados y austeros, si es que se pueden usar dichos epítetos en un autor tan decididamente desmesurado.
Los aforistas y la paternidad
¿Qué queda de la paternidad en el siglo XXI? ¿Hay todavía hombres que la vivan como un hecho gozoso y crucial de sus existencias, incluso como una suerte de “bautismo” personal? Con el objetivo de aportar alguna luz a este asunto, capital en la vida de todo hombre, Libros al Albur ha invitado a varios aforistas a aportar sus textos donde dejan constancia de su experiencia personal al respecto, lo cual ha dado como fruto Fili Mei. Los aforistas y Dios, una antología que verá la luz en breve. Publicamos un breve adelanto en exclusiva.
Pessoa: aprender a no ser nadie
La obra y la personalidad de Fernando Pessoa han sido sobradamente estudiadas, analizadas e incluso desmenuzadas desde que, en 1982, se diera a conocer uno de los títulos mayúsculos del siglo XX, su proteico y deforme Libro del desasosiego. La pluralidad y heterogeneidad del autor eran, no sólo conocidas, sino fomentadas por él mismo, así que sería ocioso abundar de nuevo en ello. Aun así, tal vez se haya incidido excesivamente en su gusto por los heterónimos desde la perspectiva de la multiplicación de la identidad personal, orillando el hecho de que, detrás de ella, late un proyecto de destrucción de la misma, una verdadera tarea de conquista del anonimato esencial del ser humano.
Gil-Albert: el placer de discurrir
Un arte de vivir es un volumen misceláneo, compuesto por anotaciones dispersas entre las cuales los aforismos tienen un papel destacado, donde Juan Gil-Albert (Alcoi, 1904-Valencia, 1994) "escribe, como si se tratara de un dietario personal", en palabras de Claudia Simón, aquellas reflexiones en bruto que luego darían pie, o no, a algunos de sus poemas, ensayos o artículos de prensa. Ese carácter primario, un tanto visceral, nos permite acceder a la intimidad del escritor desde una perspectiva nueva, la cual ya habíamos avizorado en su Breviarium vitae. Son sus disquisiciones, aun inspiradas en la España de su época, de total actualidad, plenamente vigentes, lo cual nos informa, para nuestro espanto, de lo poco que cambian algunas naciones por mucho que muden sus estructuras políticas, y para nuestro consuelo, de lo mucho que perviven los buenos textos cuando apuntan a lo esencial.
Hiram Barrios: "El aforismo es una suerte de épica posmoderna"
El Aforista entrevista a Hiram Barrios, a propósito del boom aforístico que está experimentando España en los últimos años. Barrios (nacido en 1983) es escritor, traductor y catedrático. Estudió Letras en la UNAM y es especialista en Literatura Mexicana por la UAM. Ha publicado cuentos, poemas, ensayos y traducciones para distintas revistas, periódicos y suplementos culturales de circulación nacional. Textos suyos han aparecido en revistas de Colombia, Venezuela, Argentina y España. Es autor de los libros El monstruo y otras mariposas (ensayo, 2013) y Apócrifo (aforismo, 2014). Como experto estudioso del aforismo, también es responsable de la antología de autores mexicanos titulada Lapidario (2015). Es profesor de arte y literatura en el Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México.
Los sofismas de Vicente Núñez
Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera, Córdoba, 1926 - 2002) empezó a publicar sus peculiares 'sofismas' en octubre de 1987, y siguió haciéndolo prácticamente hasta su muerte en las páginas de los periódicos Córdoba y El Correo de Andalucía. Según indica Miguel Casado, "se trata de tiradas breves, que recogen en cada caso ocho o diez frases, sin una especial ordenación ni alguna clase de afinidad temática". Estos sofismas se recogieron en volumen en varias ocasiones: Sofisma (1994), Entimema (1997) o Sorites (2000). El propio Casado publicó la antología Nuevos sofismas (Germania, Alzira, 2001), en la cual agrupaba los aforismos por temas, a modo de diccionario extravagante; con ello muchas de las anotaciones se iluminaban entre sí, logrando una apariencia sistemática que tal vez no había buscado conscientemente el autor (lo cual no significa que no existiera). En El Aforista compartimos algunos de los aforismos de este libro que más nos han llamado la atención.
Karl Kraus: el artista es el Otro
En palabras del filósofo y aforista Miguel Catalán, "de la síntesis entre lo ético estético procede la importancia del aforismo que, a partir de 1905, irá dominando toda la escritura del austríaco Karl Kraus (28 de abril de 1874 - 12 de junio de 1936), pero que constituye también la forma secreta de toda su escritura. Canetti lo expresa indicando que en sus libros y discursos nunca existió un principio organizador dominante, sino que las frases aisladas (inatacables, perfectas) iban ensamblando, el modo de sillares, una Muralla China igualmente eficaz en todas sus partes. Quintaesencia de su estilo y de un ideario personal que intentaba unificar fondo y forma, el aforismo de Kraus presenta una densidad excepcional y unas aristas cortantes, cualidades que tanto influirían en el estilo de escritura de Ludwig Wittgenstein, Elias Canetti, Thomas Bernhard o Peter Handke". El Aforista publica una breve selección de los aforismos de Karl Kraus, extraídos de La tarea del artista (Casimiro, Madrid, 2011), con la pertinente autorización de su traductor y antólogo, el propio Catalán, a quien agradecemos su generosidad.
María Zambrano: la entraña del cielo
En el libro titulado Dictados y sentencias (Edhasa, Barcelona, 1999), Antoni Marí realizó una selección de frases entresacadas de las obras de María Zambrano, tal vez la autora más densa, honda y audaz del pensamiento español de todos los tiempos. La exigencia de claridad que la propia Zambrano planteaba como horizonte moral y conceptual de la filosofía se traduce en un estilo con sobreabundancia de expresiones rotundas, apodícticas, válidas por sí mismas aunque deudoras de una cosmovisión que las ilumina y dignifica. Es por ello que la operación desnaturalizadora de Marí, y en general de todas las antologías que destilan aforismos a partir de textos de otra naturaleza, encuentra en este caso una plena justificación, tanto filosófica como poética.