Javier Recas.- El hombre que hacía reír a América, quién lo hubiera dicho, con su extraordinario sentido del humor, profesaba un hondo pesimismo existencial, era un irónico desencantado. “Los pesimistas nacen, no se hacen”, decía. Claro está que no es algo contradictorio, y menos para Twain, quien creía que el humor se sustenta, en realidad, en que “todo lo humano es patético. La fuente secreta del mismo Humor no es la alegría sino la pena. En el cielo no hay humor.” Se puede ser optimista en la juventud, pero después…“A los cincuenta un hombre puede ser un asno sin ser optimista, pero no optimista sin ser un asno”.
Quizá por los tristes avatares de los últimos años de su vida o por sus prolongadas reflexiones sobre el ser humano, o por ambas cosas a un tiempo, su obra se fue tiñendo progresivamente de un amargo pesimismo y de una profunda misantropía. “Todo hombre es como la luna, tiene un lado oculto que nunca muestra a nadie”. Los años no pasaron en balde, aunque su sentido del humor siempre permaneció inalterable: “Cuando era joven, podía recordar cualquier cosa, hubiera sucedido o no. Pero mis facultades están decayendo ya y pronto me convertiré en alguien que no recuerde más que las cosas que nunca han sucedido”.
Sus amargas reflexiones sobre la condición humana están presentes ante todo en las últimas obras de Twain, bien al hilo de relatos o expuestas en ensayos. Algunas fueron publicadas en vida del autor, como El hombre que corrompió Hardleyburg (1899), otras, como El forastero misterioso, apareció póstumamente en 1916. El caso del ensayo titulado ¿Qué es el hombre? (1906) fue especial, por sus afirmaciones explícitas cargadas de un radical determinismo y por su crudo fatalismo. Él lo llamaba su “biblia”, una síntesis de su filosofía de la vida en la que había estado trabajando esporádica pero insistentemente durante veinticinco años. Sin embargo, una vez terminado el texto tardó cerca de nueve años en decidirse a publicarlo. Finalmente lo hizo, pero anónimamente y con una exigua tirada de 250 ejemplares.
Twain consideraba que todo lo que ocurre sucede porque tenía que suceder. La vida está sujeta a leyes estrictas e inmutables. Estaba convencido de nada ha cambiado en realidad en el mundo desde el principio de los tiempos, las mismas desgracias y calamidades y las mismas escuetas dichas. Esto nunca cambiará, tan sólo la forma de manifestarse varía. Tal vez haya sido Mark Twain el único estadounidense de prestigio en su tiempo que desconfiara del progreso, que no se viera deslumbrado por esta idea señera de la Modernidad.
Detrás de nuestras acciones aparentemente libres, opera la providencia tejiendo los hilos de nuestra vida. Pero no sólo eso, astuta y agazapada, hace fracasar nuestros más queridos proyectos: “La Providencia siempre se propone averiguar detrás de lo que andas para asegurarse de que no lo consigues”. “La providencia –afirmaba– no dispara cartuchos de fogueo, muchachos”.
El hombre para Twain es en realidad una máquina, incluido el pensamiento, que atiende únicamente a impulsos externos. Una máquina sobre la que ni siquiera tenemos control. Todo lo que uno hace o piensa proviene, en último término, de factores ajenos al yo. “Tu mente es sólo una máquina, nada más. No tienes ningún control sobre ella, ni se controla a sí misma… funciona únicamente desde el exterior. Es la ley de la naturaleza. Es la ley de todas las máquinas”. Incluso la mecha de la genialidad, que tanto celebramos en Twain, la enciende, en su opinión, pólvora prestada. No hay nada nuevo, todo se repite, por lo que ninguna frase feliz es originalmente nuestra, (a excepción de algún cambio de tono o matiz producto del propio temperamento), todo recibe el aliento de cuantas generaciones nos han precedido. “Sustancialmente todas las ideas son de segunda mano, tomadas consciente e inconscientemente de un millón de fuentes externas”.
Fue consciente de que su filosofía era “una doctrina desoladora. No inspira, no entusiasma, no eleva. Despoja al hombre de la gloria, del orgullo, del heroísmo; le niega todo crédito personal, todo aplauso”. Son incontables las frases de Twain que descalifican al ser humano. Habla con sarcasmo de este ser que se cree la cumbre de la creación cuando es tan sólo un pobre animal desvalido, el más torpe de cuantos pueblan la tierra. “El hombre fue creado al final de una semana de trabajo cuando Dios estaba cansado”. Y aunque atesoramos frente a todos los animales una gran inteligencia y tenemos capacidad moral, lejos de habernos alzado nos ha conducido a la maldad, al fingimiento y a la estupidez más peligrosa. Dos muestras: “El hombre es el único Animal que se dedica a esa atrocidad de atrocidades, la guerra.” “En cuanto a la diferencia entre el hombre y el burro. Algunos observadores sostienen que no hay ninguna. Pero esto es malo para el burro.” En todo caso, no hay en Twain ninguna mirada altiva hacia sus congéneres: “la estimación de la raza humana es el duplicado de mi propia estimación”.
Mark Twain estaba convencido, como manifiesta en el prefacio de ¿Qué es el hombre?, de que estos pensamientos constituían una verdad indudable aceptada íntimamente por millones y millones de personas que, sin embargo, lo negarían en público. A esta argucia ocultadora del género humano la denominó “conspiración universal de la mentira de la afirmación silenciosa”. Hay dos clases de mentiras, decía: la tradicional, cuando se dice que lo negro es blanco; y, la más peligrosa, la referida afirmación silenciosa, por la que se vive como si lo negro fuera blanco. Con esta última nos autoengañamos y mantenemos hipócritamente ésta civilización, cubriendo nuestra conciencia con una pátina de cinismo que nos permite mirar para otro lado y digerir las más terribles atrocidades. “La hipocresía es el cimiento sobre el que se han levantado todas las civilizaciones”. ¿Cuál es el motivo de este comportamiento? La respuesta es el temor a la desaprobación de las gentes que nos rodean, porque, en el fondo, lo que nos mueve es la necesidad de aprobación y autoestima. De ahí que “Un hombre hará muchas cosas para que lo amen, lo hará todo para que le envidien”.
El instrumento más eficaz y sutil al servicio de este mecanismo es, para Twain, la educación. Su desprecio de la escuela, cuyo máximo exponente literario es Huck, tiene como fundamento esta idea rousseauniana de la socialización como enajenación de la libertad y las virtudes del hombre en estado de naturaleza. Lo que llamamos virtudes son, en realidad, una forma de autoengaño, (en sintonía con los moralistas franceses del XVII y XVIII), una estrategia de ocultación socialmente provechosa. En El forastero misterioso, en la que Satán habla sobre la humanidad, desarrolló también Mark Twain esta idea del autoengaño.
Con sentido del humor, negro desde luego, apuntó dos posibles salidas para un hombre sabio: “De los demostrablemente sabios no hay más que dos: aquellos que se suicidan y aquellos que mantienen sus facultades razonadoras atrofiadas con la bebida” cabía, sin embargo, al menos una más, pues ninguna de las dos fue elegida por Twain, él permaneció en un estoico soportar lo que el día a día le deparaba, con la ayuda de su temperamento y el refugio de su literatura. Leía el periódico todas las mañanas aún a sabiendas –admitía– de que lo que encontraría son las mismas bajezas, las mismas crueldades e hipocresías de siempre porque al fin y al cabo caracterizan a la especie humana. “Me hacen pasar el resto del día suplicando por la condenación de la raza humana. Parece que no consigo que respondan a mis plegarias, pero no desespero”.
Mark Twain fue como escritor y como persona alguien poco convencional, un hombre auténtico, para usar un calificativo que le agradaba sobremanera. “Siempre que veas que te encuentras del lado de la mayoría, es el momento de reformarse, o de hacer una pausa y reflexionar“. Su renovado atractivo en la actualidad no es ajeno a que todo en él se salía del cauce ordinario: su personalidad, su estilo literario y también sus ideas.
Era un hombre de paradojas, pero lejos de resultar perturbadoras, contribuyeron a forjar una vida y una obra extraordinaria. Era amable y malhumorado; humorista y pesimista; amante de la tecnología y de la naturaleza; inmoralista, (en el sentido del siglo XVIII), pero de profunda vocación ética. Fue un hombre de principios, pese a que se jactaba irónicamente de no haber podido mantener una promesa; incansable buscador del sueño americano y crítico feroz del sistema. Adoraba a América, pero sin patriotismo, que él definía como “el refugio del bribón” y el fanatismo de los que “gritan más alto sin saber lo que gritan”...
Comprometido con la justicia y los que sufren, detestaba la pena capital, (“Cuando se instituyó la pena de muerte, el objetivo era la venganza…una venganza apasionada y rápida”), el racismo o el esclavismo, y defendió, ya entonces, que “ninguna civilización puede ser perfecta hasta que incluya la exacta igualdad entre el hombre y la mujer”.
Twain sabía que sus ideas sobre política o religión, sobre el hombre en general, chirriaban en la América de su tiempo, (y en la de hoy también sucedería), por lo que se guardaba de exponerlas en público. Temía sobremanera que afectase a su buen nombre, razón por la que reservó su Autobiografía para una publicación póstuma. En ella escribió al comienzo, en su prefacio: “Estoy literalmente hablando desde la tumba, porque estaré muerto cuando el libro salga de la prensa. Hablo desde la tumba en lugar de con mi lengua viva, por una buena razón: puedo hablar desde ahí libremente”. “¿Qué es biografía? Novela sin adornos. ¿Qué es novela? Biografía adornada.”
Deseaba que sus herederos pospusieran la publicación de su Autobiografía cien años (hasta 2006), y les amenazó si no lo cumplían. Sus herederos no esperaron tanto, fue entregada a la imprenta por primera vez en 1924. Algunos de sus escritos más irreverentes, como Cartas desde la Tierra, tardaron más en ser publicados: su hija Clara (su única hija viva), autorizó su impresión en 1962, poco antes de su muerte.
Su opinión de la política profesional fue muy negativa. Odiaba la permanente doble moral pública-privada de los políticos: “El nuevo evangelio político: cargo público es corrupción privada”. La política, a su juicio, hacía aflorar lo peor del ser humano. “Si queremos saber lo que es en el fondo la raza humana no tenemos más que observarla en tiempo de elecciones.” Con la convicción de que ciertas políticas sólo cambiarían por la fuerza, apoyó a los rebeldes rusos frente a los reformistas, al fin y al cabo, la revolución norteamericana, a su juicio, había impulsado en buena parte a Estados Unidos a ser la gran nación que era.
Tuvo la honestidad moral e intelectual de asumir un cambio radical en su opinión sobre el imperialismo. Comenzó defendiéndolo como expresión de la política de liberación americana de otros pueblos, pero acabó considerando que, pese al orgullo de las enseñanzas de libertad que América había dado a la vieja y anquilosada Europa, el imperialismo no era sino una forma de pillaje y prepotencia institucionalizados. Llegaría a ser el vicepresidente de la “Liga antiimperialista norteamericana”. Por otra parte, ya hemos mencionado su desprecio hacia ese engaño anacrónico de la monarquía, “la más grotesca de las estafas jamás inventadas por el hombre”.
Tanto en el trasfondo de sus más famosos libros de aventuras como en sus obras menos conocidas, Mark Twain se revela como un afilado crítico de la hipocresía social. La vida en sociedad es un juego de estrategia en el que gana aquel que es capaz de ocultar sus verdaderas intenciones, de disfrazarlas y embellecerlas. Los modales de los protagonistas de sus cuentos y novelas, su lenguaje, sus fechorías, las malas compañías, (un verdadero homenaje a las correrías de su infancia), respondían en el fondo a esta repulsa de la hipocresía social. “El paraíso lo prefiero por el clima; el infierno por la compañía”. “Cuando reflexiono sobre la cantidad de gente desagradable que sé que ha ido a un mundo mejor me siento inclinado a llevar una vida diferente”.
Twain era laxo, por no decir, valedor, de lo que para él no eran sino nimias maldades sin trascendencia, propias de la sal de la vida. “El mundo pierde mucho por las leyes del decoro”, escribió en su autobiografía. Defendía el placer intrínseco a todo acto malicioso, y sentía simpatía por los pequeños y no tan pequeños vicios, (desconfiaba de los hombres sin ellos), como el whisky, del que afirmaba haber sido el fundador de la civilización, o como el tabaco, “este vicio majestuoso”, que cultivaba desde los nueve años. Cuenta Mark Twain la anécdota de que, de niño, deseoso de fumar había salido de su casa en busca de tabaco y de tranquilidad para hacerlo sin ser observado. Encontró una colilla en el suelo que degustó con verdadera fruición sin importarle a quien había pertenecido. Lo interesante de la anécdota es lo que pasados muchos años agregó: “Ahora no lo podría hacer sin sonrojo porque ahora soy más refinado que entonces. Pero me lo fumaría igualmente”. “Al cumplir los sesenta años me he propuesto la siguiente regla de vida: no fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar más de un cigarro a la vez”.
Era asimismo condescendiente con las mentirijillas, eso sí, a condición de que estuvieran bien contadas. “Carlyle dijo «Una mentira no puede sobrevivir». Esto demuestra que él no sabía contarlas”; “La verdad es lo más valioso que tenemos. Economicémosla”. Al fin y al cabo, pensaba, “En todas las mentiras hay trigo entre la paja”. Lo cual en nada disminuía su defensa de la buena conciencia, como condición de la paz de espíritu y de bondad auténtica. “Descuida tu vestimenta si no tienes otro remedio, pero mantén pulcra el alma”. “Una conciencia intranquila es como tener un pelo en la boca”. “Adán inventó el pecado…no es que crea que eso fue gran cosa. Aquí cualquiera –de los que yo conozco- podía haberlo inventado, supongo. Lo podía haber hecho yo mismo. He inventado algunas variedades.”
Fiel a su modo peculiar de ver las cosas, las ideas religiosas de Mark Twain tampoco fueron corrientes ni fáciles de etiquetar. Oscilaba entre la concepción deísta de un supremo creador que, retirado de su obra, no interviene en los asuntos humanos, (nunca creyó que Dios hubiera mandado un mensaje al hombre por medio de nadie), y la idea panteísta de una divinidad identificada con la gran ley de la naturaleza, inmutable, bella y perfecta.
En todo caso, su percepción de la religión institucionalizada fue cada vez más negativa, (“Toda iglesia establecida –escribió– es un delito establecido, una esclavitud establecida”), y ello, a pesar de su simpatía por la iglesia presbiteriana, de la influencia de su devota esposa y de su gran amistad con el reverendo Joseph Twichell.
Su visión de Dios, por lo demás, está en perfecta sintonía con su concepción pesimista y determinista del hombre. Su Dios es un dios cruel y malicioso: “Los hombres –afirmaba– son más compasivos, más nobles, más magnánimos, más generosos que Dios porque los hombres perdonan a los muertos, pero Dios no”. Dios nos creó como somos, sin nuestro consentimiento: pecadores y malvados, viciosos, para después exigirnos bondad. “Adán era tan solo un hombre... eso lo explica todo”.
En carta a W. D. Howells de 1899 se expresaba así: “Sospecho que para ti hay dignidad todavía en la vida humana, y que el hombre no es una broma –una mala broma, la peor que jamás se haya urdido–, una broma de día de los santos inocentes, jugada por un Creador malicioso que no tenía nada mejor en que gastar su tiempo”.
De su mano salieron frases acusatorias contra Dios verdaderamente duras: “Dios es responsable de todo lo que hace el hombre, de todas formas. No puede eludir ese hecho. Solo hay un criminal, y no es el hombre”. Por lo demás, estaba convencido de que la providencia divina no alcanza a todos porque “hay un Dios para el rico, pero ninguno para el pobre”. En cuanto a la inmortalidad del alma, ni creía en ella ni la deseaba: “Hace mucho que perdí la fe en la inmortalidad... también el interés en ella... He catado esta vida y basta...”.
Javier Recas acaba de publicar Encuentros y extravíos (Renacimiento), la traducción de una amplia selección de aforismos, apuntes y fragmentos de Mark Twain. El texto que publicamos ha sido remitido por el autor para la ocasión.
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El Aforista publica desde 2015 textos de creación y reflexión acerca del género más breve poniendo especial énfasis en los aforistas españoles vivos, aunque sin descuidar a los grandes autores y a los clásicos de siempre.
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Apeadero de Aforistas acaba de publicar La ignorancia, el primer volumen de la heptalogía Las siete bestias, del escritor y filósofo Emilio López Medina, dentro de la colección Gnomon coeditada con la editorial Thémata, de Sevilla. El libro disecciona uno de los conceptos más ricos e incomprendidos del legado filosófico occidental, poniendo sobre el tapete la naturaleza y los límites del saber humano respecto a la realidad. Más información en este enlace.
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Acaba de anunciarse la aparición de una antología de aforistas, titulada El cántaro a la fuente, dentro de la nueva colección Gnomon coeditada por la editorial Thémata y Apeadero de Aforistas. El libro reúne a 66 autores en 144 páginas, desde los veteranos Carlos Castilla del Pino y Dionisia García hasta los jóvenes Jacob Iglesias y Sihara Nuño. Esta antología, que tiene su origen en la Enciclopedia de Libros Españoles de Aforismos que publicamos en El Aforista durante varios meses, incluye una completa bibliografía y traza una minuciosa cartografía del aforismo en la España del nuevo siglo, y no cabe duda que contribuye a enriquecer el conocimiento del género más breve en nuestro país. Más información, en este enlace.
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Apeadero de Aforistas publica el Anuario del Aforismo Español, destinado a reunir en un único volumen textos de creación y reflexión sobre el género más breve. Con ello, Apeadero de Aforistas trata de dotar al género más breve en España de una herramienta útil para el debate y el estudio. Incluye aforismos inéditos, reseñas de los libros más relevantes publicados durante el año y artículos de análisis. Escriben, entre otros, Ramón Andrés, Carmen Canet, José Mateos, Carmen Camacho, Manuel Neila, Eliana Dukelsky, Gemma Pellicer, Ander Mayora o Felix Trull.