Carlos Marín-Blázquez.- Defender la bondad sin caer en lo ingenuo. Escribir con sencillez y no incurrir en la simpleza. Sumergirse en las honduras de la creación sin dejar de tener los pies en la tierra. Celebrar la belleza del mundo y no por ello omitir una breve pulsión de dolor por la conciencia de la finitud de todo lo creado. Todas estas premisas se cumplen en el libro de aforismos que ha escrito Jesús Cotta, Homo mysticus, y en cuyo título ya despunta una declaración de intenciones lo bastante elocuente como para que nadie se llame a engaño. Por si no bastara con el título, en las dos páginas que sirven de prólogo al libro, y que figuran bajo el significativo epígrafe de Epifanía, el autor describe el instante de su vida, allá por los dieciséis años, en que, tumbado plácidamente a la orilla de un río, le fue dado comprender, en apenas el destello que dura una revelación, el exacto sentido del lugar que ocupaba en el universo.
A partir aquel momento, su incipiente vocación de poeta se orientó hacia un propósito de celebración del que no quedaría exenta la tentativa de desciframiento. “Agradecido y afortunado” son las palabras con las que Jesús Cotta describe su estado de ánimo en aquel trance, y es que, como asimismo explica el autor, la experiencia no aconteció únicamente en el plano inmanente de la pura materialidad de los elementos, sino también –y esto es esencial- en un nivel superior, trascendente, y esa revelación le predisponía en adelante a expresar su gratitud hacia “algo más alto y superior y anterior (…) que me había regalado todo el inconmensurable cosmos, y tenía que ser una persona porque solo una persona puede hacer regalos y recibir mi agradecimiento”.
Homo mysticus constituye, al hilo de lo que vamos desgranado, un testimonio paradigmático de lo que el autor se propuso a partir de aquella tarde pródiga en esclarecimientos. El libro se nos ofrece divido en sucesivos apartados cuyos respectivos epígrafes acotan cada uno de los campo de significado a los que el autor se va ciñendo. Sin embargo, lo reseñable es que del conjunto de sus páginas emana un tono unitario en el que conviven, sin conflictos ni estridencias, los fragmentos de acento metafísico con evocaciones líricas de tono mucho más risueño y celebratorio. El sentido de la ironía y la paradoja aparecen de manera intermitente y actúan como contrapeso a la gravedad de los temas que el autor aborda. Todo adquiere así, pese a la seriedad última de los asuntos enfrentados, esa ligereza, a la vez honda y alada, tan característica de la mejor poesía o –como en el caso que nos ocupa- del aforismo profundo y transparente que tan maravillosamente supieron cultivar autores como Joubert.
Sin grandilocuencias innecesarias, con ese sentido de la inmediatez tan difícil de lograr en toda creación literaria, y que en realidad resulta al cabo un tanto engañoso, pues cada aforismo de este libro esconde un doble fondo de verdades en el que el lector está invitado a indagar a través de una lectura pausada, Cotta compone una obra que a la postre se revela como un exquisito breviario de maravillas. Su mirada, que parte del deslumbramiento ante la inmensidad de lo creado y no deja de interrogarse por el sentido de la existencia, evita caer en la trampa del absurdo y sortea la tentación del nihilismo a través de dos armas esenciales: el sentido del humor y la constatación de la belleza. Así, sus quejas, tan justas, las leemos con una sonrisa: “Todo un universo ha sido necesario para que surja mi vida. ¡Ya podía durarme un poco más!” Al igual que sus protestas, que nunca incurren en lo agrio: “¿Transmutaciones, reencarnaciones y energías donde ya no soy yo? No, gracias. No soy tan poca cosa”.
Su incansable búsqueda de sentido (“Un mundo que ha producido a un ser capaz de preguntarse por su significado ha de tener un significado”) no basta para liberarle, sin embargo, de la latente sospecha acerca de la insuficiencia de los dones que el universo le prodiga: “¡Qué asombrosamente maravilloso es todo! ¿De dónde, pues, el barrunto de que me falta algo?” Ese “algo” es la clave de que existan la creación poética y el arte en general, esas formas, definitorias de lo humano, de atenuar el aplazamiento de unos anhelos que Jesús Cotta acierta a cifrar en aforismos tan sinceros y precisos como éste: “Nunca podré satisfacer en vida el apetito que más me acucia: el de vivir para siempre”.
De esa imposibilidad se deduce un fondo de melancolía que el mismo autor se apresura a contrarrestar con fragmentos que exhortan al disfrute de la vida terrena y a la fe irreductible en un más allá en el que se verán colmadas todas nuestras expectativas: “El niño teme nacer y el hombre morir. No saben que después viene la vida”. Primicia de esa vida la constituye la mirada del artista en la medida en que se manifiesta atravesada de gratitud y fervor por las cosas más entrañables y próximas de la existencia (“La felicidad no estaba en el arte, el éxito o los músculos, sino cuando yo tocaba las constelaciones desde los hombros de mi padre”), pero también cuando se enfrenta, sin inútiles ñoñerías, a la vertiente menos luminosa del mundo (“Para combatir al malo hay que ser más bueno, pero también más fuerte”) o cuando, en el colmo del virtuosismo, se muesta capaz de desbaratar la insinuación de una duda con un golpe fulminante de dialéctica: “Quizá el alma no exista, pero todos tenemos una”.
En definitiva, he aquí un libro sorprendente por la variedad de matices y por la sutileza de una expresión depurada hasta el límite. Pero sobre todo resulta asombrosa su naturalidad en el empeño de oponerse al espíritu de nuestro tiempo a través de los medios más elementales, que sin duda son también los que mejor atestiguan el alcance y la fecundidad de la vida del espíritu. Si, como dejó escrito Joubert, “La claridad sola debería bastar para hacer feliz”, entonces este libro de Jesús Cotta es un manantial de instantes felices porque, entre otros muchos méritos, atesora el de ofrecerse ante nosotros como un remanso de claridad, como un espacio de luz tan íntimo como hospitalario.
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