Emilio Calvo de Mora.- No es más adentro, en la espesura, como quería el Santo Juan, sino en la claridad entrevista en ella, la que se recama en las hojas y en el aire que ocupa la vasta ocupación del poeta y, de alguna manera, José Manuel Benítez Ariza tiene la honda preocupación del poeta, no únicamente la del narrador, el que hace constar esa efusión íntima y cuenta el recado de lo sentido.
Habiendo uno leído mucho a José Manuel posee una idea certera de cuál podría ser una de sus preocupaciones a la hora de escribir: la de dar con lo oculto y hacer que, una vez ofrecido, parezca que está bien a la vista. Esta licencia de lector está colmadamente refrendada en En el corazón del bosque, el pequeño (grande debajo) libro que ha publicado Cypress en su Apeadero de Aforistas. Entonces queda a cuenta de uno saber mirar, descomponer la apariencia de normalidad de sus textos y encontrar la desbordante imaginería que tutelan. No tanto la musicalidad de lo pronunciado, esa parte de poesía que podría ser requerida o que irrumpe sin disimulo, sino la enunciación primorosa de las palabras.
Benítez Ariza es un sugeridor y se toma en serio el encargo de invitar a que otros se adentren en donde buenamente, por estricta voluntad personal, no lo harían. Quizá de ahí lo del bosque. Asombra (cuanto más se le lee, mayor es esa fascinación) que emplee la sencillez como instrumento y lo cotidiano como material de trabajo. Lo extraordinario (lo que se opone a lo común) acude sin que exista fricción. Qué podría ser mejor, me pregunto, que escribir sin que parezca que se está escribiendo, permitidme la reiteración. Que todo fluya con una normalidad que acaba por conquistar al lector, en el que hay una especie de rendición, un dejarse conducir y no tener conciencia (no sé si esto es del todo cierto) de que está siendo llevado.
Repare el atento lector en la atención del escritor, en esa cualidad en la que lo sutil evoca y deleita. También en la contención, tan escasa a veces. Se suele traer la idea de que hace falta agotar un objeto para transcribirlo con eficacia, pero si algo enseña esta colección de aforismos es que la literatura obra milagros con materiales sencillos: la opulencia de lo cotidiano, el oropel de la rutina.
Hay humor y se agradece que sea también liviano, sin pretender deshacer la intensidad de las imágenes, su deslumbramiento y su pequeña (por contenida, por mesurada) eclosión de milagros. Son de andar por casa esos milagros. El principio de verdad desalienta cualquier otro que se envalentone y desee desplazarlo. El propósito de las entradas (está bien llamarlas así, he tardado en dar con una palabra que me contentara) es el diálogo, el decir manso de las palabras, que son escuchadas y promueven (imagino que ese es el anhelo de José Manuel) inducir a que se inicie una conversación. De hecho, hay muchas que son trazos de conversación, como si se hubieran extraído de ellas y adecentadas para que muten en literatura.
Por lo mismo, por esa voluntad comunicativa, En el corazón del bosque apela al corazón: es a él al que se dirige, a quien estimula para que se sienta aludido y, conforme a ese arrimo de intimidad, conteste. El corazón del lector, supongo, será al final el reclamado. Si está el corazón de por medio, si es reconocible su presencia, habrá también poesía o belleza. "En el bosque silencio y clamor se confunden. Y los dos son formas de canto". Es la arquitectura del bosque (de la literatura, del alma, no sé) la hilvanada por los pájaros (él lo dice) en la bóveda frondosa de las copas de los árboles.
Me agrada que el autor compare un bosque con una catedral. "Quien construyó la primera catedral se inspiró en un bosque. Y quedó muy descontento con la copia". Las certezas se desvanecen cuando no es posible "otear a lo lejos lo que de ningún modo se deja ver". Cunde la primaria sensación de que cualquier suceso puede trabarse en palabras, prendido ahí un fuego condenado a apagarse, pero siempre prevalece la confianza en que podrá ser enardecido de nuevo, ofrecido con toda su majestuosa reata de significados.
El aforista se las ingenia para que no prospere la vocación de escribir sobre uno mismo, pero de algún modo se puede percibir la persona detrás del escritor. Una primera persona que comparece sin estridencias y dice de sí misma lo que podría aplicarse a cualquiera. "Cuando no tengo nada que hacer, la propia nada es un campo lleno de posibilidades, es decir, de incitaciones a la acción. Nunca se está tan ocupado como entonces". Nunca se muestra uno más que cuando interpone una tercera presencia, ajena en apariencia, pero abrumadoramente personal. Igual que "el hambre te reconcilia con tus ancestros", escribir te iguala con tus lectores, o debiera ser dicho a la reversa y es el lector (yo, tras haber leído de varias maneras el breve volumen que edita con su habitual generosidad y respeto José Luis Trullo) el que de pronto se siente conmocionado, porque lo que está leyendo es algo que ha rumiado a ciegas, pensado a ciegas y finalmente sentido a ciegas, pero que jamás ha podido organizar en palabras.
Se añade otra virtud al conjunto: la de no hacer ruido, la de esos silencios que a veces confluyen en el paisaje "y se escucha cantar a los pájaros y una suave brisa mueve la fronda de los árboles y zumban los insectos". Es muy de paisaje José Manuel. Se advierte en la ternura con la que se arranca a contarnos lo que no vemos. El silencio pautado, dice él. Una especie de bondad que va de lo invisible a lo invisible y que nosotros, ya digo que hay que estar atento, recibimos en una suerte de epifanía. Es lo que tiene tener querencia a pintar, como a él le sucede: combina dos lenguajes y es inevitable que uno y otro mariden, dicen ahora los modernos, como si fuese un sabor que escandalosamente hace que otro se realce de modo que ambos congenian en un alarde de prodigios. Algo así. La portada es suya, añado.
A pesar de que el propio autor (ha confesado) desee que su aforística sea leída poéticamente, podría ser igualmente entendida como un diario. Tiene esa intención de volcado. El dietario es un irse irguiendo continuo, un exhibir la costra y la seda, un darse sin que en modo alguno haya algo propio a lo que se renuncie en el hermoso acto de la entrega. Así que en este diario impostado (lo será en líneas sueltas) hay asperezas y hay partes mullidas y pasar la mano por una o por otra termina siendo una actividad en la que terminamos apreciando la necesidad de las dos. Una parte de la vida se consagra a juntar cosas. La otra, ya saben, a deshacernos de ellas.
En el corazón del bosque es libro de lenta lectura. No crea el amable lector que se despacha en un (fogoso) abrir y cerrar de ojos. La calentura de los textos, ese diálogo abierto que requiere una respuesta, aunque íntima, solitaria, solicita volver a ellos. Ha sido mi caso. Lo he llevado en mi bolso de hombro, aunque prefiera los inviernos y la generosidad de los bolsillos de los abrigos, durante un buen par de semanas. Se abre, se lee un poco, se guarda. Se paladea un murmullo, resuelve uno la incógnita hostil, recita sin alharaca una frase suelta ("Ver comer a los cerdos invita siempre a la humildad") y se siente protegido (eso hacen los libros) cuando te sobreviene un rato inesperado de soledad en mitad del tráfago del día. Aunque únicamente fuese por eso, he disfrutado la compañía de este libro. Es esa la palabra: el libro como amigo, como bálsamo, como una especie de refugio o de mirador. Se ve el mundo y tiene un brillo hermoso.
No es más adentro, en la espesura, que también, sino en la claridad, en la celebración de la luz, en esa humilde ceremonia que consiste en escribir para que otros alcancen a entender lo que por ellos mismos no habrían entendido o lo habrían hecho con mucha menor fortuna o con mucha menor belleza. No puedo dejar de invitar a cualquiera que esté leyendo esto a que se dé un paseo por el blog de José Manuel, Columna de humo; yo hace años, muchos, que lo hago. Es otro libro ése: más antiguo, de entrañable visita, como andar por casa.
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